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Fundación Miguel Delibes

DELIBES

La persona

Esta extraña mezcla de profesor y campesino, entre refinado y natural, cuya reposada voz puede explotar en una risotada, comunicativo y triste, vestido con cazadora, pantalón de pana y botas, enemigo del televisor y de las tertulias, es en los tiempos que corren una especie de guerrillero, un resistente. Es, indudablemente, un tipo inactual.

[…] Es, en cierto modo, un outsider, un francotirador con un pie en su clase mientras la vapulea con el otro. A algunos les hubiera gustado que lo hiciera con los dos. Ligado a la burguesía vallisoletana por lazos familiares, profesor de Comercio, periodista, director y consejero de El Norte de Castilla, padre de siete hijos, fiel como un perro a su mujer, su ruptura no es aparatosa ni definitiva. Es un cazador de caza menor. Sus safaris duran un día. Por la noche le gusta tener metidos los pies en las zapatillas y poder leer al calor de la mesa camilla, en su casa del Paseo de Zorrilla. Ama lo rutinario. Siempre duerme en el mismo hotel cuando viaja a una ciudad y, a ser posible, en la misma cama. Dice que en él la fidelidad no tiene ningún valor. Pero todo esto con angustia. Encajado en su ciudad, en su familia, entre sus amigos, en el periódico, es íntimamente un desplazado. El mundo que abarca es, en sentido horizontal, la ciudad media de provincias y ese mundo exótico que comienza donde terminan las carreteras nacionales. En sentido vertical, es la clase media y campesina. Describe el drama cotidiano de la ciudad de provincias y el mundo arqueológico de los medios rurales.

«Conversaciones con Miguel Delibes»

César Alonso de los Ríos

Madrid, Magisterio Español, 1971, pp. 16-18.

Delibes es un castellano que ejerce de ello. Que alterna Valladolid con Sedano. Sedano es un precioso pueblo de Burgos que le tiene encandilado. Allí se construyó un refugio, en 1959, y allí pasa sus buenos ratos. Aunque siga teniendo casa en Valladolid y aunque continúe dejándose caer con más o menos frecuencia por la sede de El Norte de Castilla, el periódico donde transcurrió gran parte de la existencia laboral de Miguel Delibes.

Pero es en Sedano donde realmente vive, escribe y disfruta de verdad este hombre más bien alto, enjuto, de frente amplia, nariz recta, ojos curiosos, aunque miopes, y cuerpo todavía bastante ágil. Es en Sedano donde más a gusto se levanta para ir a liebres, donde salta de alegría tras la emoción de pescar con cucharilla una trucha de a kilo, donde pasea larga y sosegadamente entre los árboles o a lo largo del río, donde le encanta observar las carreras y regates del perro, donde contempla los nidos y vigila a las torcaces… Donde disfruta a fondo de la charla con sus hijos (tiene siete, fruto de su matrimonio con Ángeles de Castro, de la que ahora es viudo) y de los juegos con sus nietos (tiene seis y le visitan a menudo). Sedano le parece el sitio ideal para seguir enamorándose de la Naturaleza. Allí es donde Delibes se siente más Delibes.

Da la impresión de que le encanta cultivar imagen de hombre triste, de que va de pesimista por la vida. Pero, del mismo modo que en sus obras, aunque estén dominadas por el drama o la tragedia, siempre asoma la oreja de la ironía, en las relaciones humanas de Delibes salta oportunamente, en seguida, la chispa de la jovialidad, de la socarronería y el buen humor. Es hombre que rezuma calidad humana, persona de enorme simpatía y conversación amena. A flor de labios tiene siempre la respuesta más sensata de entre todas las posibles. De carácter tranquilo, casi nunca titubea a la hora de emitir una opinión. Escribe sus obras a mano, con la misma calma juiciosa con que habla. Que todas las cosas requieren su tiempo.

Toda obra, para estar bien hecha, necesita cierto sentido del equilibrio. Las de Delibes lo tienen. Son obras cabales, como su autor. Afortunadamente.

«Miguel Delibes»

Manuel Bartolomé

Miguel Delibes, Los santos inocentes.
Barcelona, Círculo de Lectores, 1985, pp. 180-182.

Miguel Delibes con su perro Grin en Sedano, años 80.

Miguel Delibes con su perro Grin en Sedano.

El escritor paseando por el Parque del Campo Grande, Valladolid, 2004.

El escritor paseando por el Parque del Campo Grande, Valladolid, 2004

Miguel es un primitivo rusoniano de Castilla que amaba a los pájaros y los fines de semana, abierta la veda, se los cargaba a tiros. Boina, botas, una bici por el Campo Grande, un pitillo de caldo, una cazadora gastada que le valió, junto con André Malraux, el título de hombre más elegante de Europa, una abierta sonrisa, una cierta melancolía, el touch of class del pesimista. A los diez años, en el colegio de La Salle, el profesor de psicología supo tomarle el pulso: «Tiene la mirada lánguida y un poco tristona, y es Miguel, sin embargo, el más alegre y juguetón del grupo». Miguel, triste y jovial. Cantaba «La otra tarde bailando estaba con Lola» mientras perseguía a la perdiz roja. Dice que es un cazador que escribe, no un escritor que caza.

Odia los aviones, los ascensores y busca los espacios abiertos de esa Castilla que Unamuno llamó «dermoesquelética». De no ser por Castilla, este hombre, descendiente del compositor francés Leo Delibes, sensible y apartadizo, hubiera sido muy feliz en el Lejano Oeste sin llegar a derribar sioux o búfalos, pero quizá algún pato silvestre porque la afición de Miguel a la caza está refrendada por un «piadoso franciscanismo».

Miguel es franciscano generoso, amigo de lo justo, adversario de la teatralidad y el fingimiento, un poco atormentado. Desde que murió Ángeles se ve obligado a tomar píldoras tranquilizantes para dormir. Pero hay algo que también le desazona: el mundo no es como le gustaría que fuese.

«Fuego y humo»

Manuel Leguineche

El Urogallo, 73 (junio 1992), p. 51.

De Miguel Delibes siempre me ha impresionado su coherencia.
Es un hombre que, como pocos, piensa lo que dice, dice lo que piensa y hace lo que piensa y dice.

«Retrato de Miguel Delibes»

Antonio Giménez-Rico, en Antonio Corral Castanedo

Barcelona, Círculo de Lectores, 1995, p. 97

Miguel Delibes y su querida bicicleta

En nuestros tiempos, un escritor que cree en Dios es una excepción, y sin duda Delibes es cristiano. Su fe en Dios se manifiesta en el respeto por todas las formas de vida y los diferentes valores, y es evidente en el estilo literario que emplea, que permite que el personaje tenga su independencia intelectual y lingüística.

La vida misma de Delibes es un ejemplo de estabilidad y, al mismo tiempo, de unas creencias muy hondas en el hombre, que le permiten vivir dentro de la sociedad española, y del «sistema», sin perder su dignidad de hombre «comprometido». Su vida nos parece un ejemplo de cómo puede vivir un hombre auténtico en un momento histórico difícil.

«Miguel Delibes: desarrollo de un escritor» 1947-1974

Edgar Pauk

Madrid, Gredos, 1975, p. 20.

En el asombro real de Miguel Delibes ante el éxito de sus libros, en esta falta total de vanidad, casi están para mí las claves del escritor. Todo él puro, real, clavado en su tierra, tocado de humanismo verdadero… Yo espero que Miguel Delibes escriba todavía muchos libros. Maravillosos, melancólicos libros sobre los hombres y la tierra castellana; libros de denuncia; de amor a la triste condición humana; de niños, liebres y perdices; de ingenua ironía sobre algún corazón palpitante. Y el lector dirá una y otra vez: «Éste es el mejor libro de Miguel Delibes». Lo que ha dicho siempre. Tanta es la fuerza del escritor rozado por el ala suave del genio.

«Retrato de Miguel Delibes»

Josep Vergés, editor de Miguel Delibes, en Antonio Corral Castanedo

Barcelona, Círculo de Lectores, 1995, p. 95.

Miguel Delibes y Josep Vergés, 1985.

Miguel Delibes y Josep Vergés, 1985.

Se ha tildado de idílica a su novela, sin pensar que encierra más dolor y tristeza que otra cosa, que la muerte está presente en ella, desde la primera, La sombra del ciprés es alargada, esmaltada entre dos muertes claves, y la última, Señora de rojo sobre fondo gris, en la que toda retórica enmudece, o en las guerras que describe, antepasadas y presentes, o en los silencios de una Castilla que siempre habla aunque parezca muda. Este clásico implacable nos ha enseñado que no hay idilios posibles sin injusticias y dolor terribles. […]

Su nombre y su obra nos permiten conocernos mejor, nos perforan e iluminan, y sin ellos seríamos quizá más pobres, más inermes, más obtusos y menos hombres. De ahí nuestra gratitud por su rigor sencillo, por su caballerosidad, por su elegancia interior, por su discreción y por su asombrosa dignidad, que nos hace más dignos a todos.

«Miguel Delibes o el rigor»

Rafael Conte

El Urogallo, 73 (junio 1992), p. 45.

Me piden con rigurosa urgencia que escriba «algo» sobre Miguel Delibes, celebrando así el que se le haya otorgado el premio Cervantes. Difícil siempre acertar con la palabra justa, precisa, cuando un premio de esta importancia recae sobre un escritor que tanto se lo merece […]. La honradez literaria de Miguel Delibes corre paralela a la de su entrañable personalidad, tan conocida por todos aquellos que lo han tratado alguna vez. Su discreción, su sincera humildad, su tesón en el trabajo, su grandeza humana, tienen obligadamente que reflejarse en su quehacer narrativo como ha quedado demostrado en su admirable obra.

En la pluma de Delibes el idioma adquiere una nueva dimensión en ese impecable castellano de su tierra vallisoletana utilizado con difícil naturalidad, con esa elegancia y esmero que caracteriza a sus escritos.

Creo que don Antonio Machado escribió el mayor elogio que a este hombre excepcionalmente íntegro, sensible y pausado se le podría hacer, porque es, por encima de cualquier vano elogio, «en el buen sentido de la palabra, bueno».

«Tras el Cervantes»

Rafael Alberti

Miguel Delibes. Actas de El Escorial.
Madrid, Universidad Complutense, 1993, p. 193.

Miguel Delibes, Rosa Chacel y Rafael Alberti. San Lorenzo de El Escorial (Madrid), 1991.

Miguel Delibes, Rosa Chacel y Rafael Alberti. San Lorenzo de El Escorial (Madrid), 1991.

Vaya por delante que admiro a Miguel Delibes desde hace muchos años y que he proclamado esa admiración dentro y fuera de nuestras fronteras. Considero que su obra ofrece un mundo personal autónomo, con un profundo sentido ético, a mi juicio condición indispensable de la buena literatura, y un extraordinario dominio del idioma. Tres requisitos que desde mi punto de vista le convierten en el primer autor clásico de las letras castellanas actuales […].

Por mi parte, confieso que, si bien no tuve presente de manera consciente a Miguel Delibes, al escribir alguna de mis narraciones en las que sólo hablan mujeres o, mejor, monologan, y en las que quise recrear la lengua popular mallorquina, el ejemplo de Delibes estuvo sin duda detrás. Me temo que esa deuda contraída con Delibes es de las que difícilmente se pagan, pero sé que es un poco menos gravosa cuando al menos se reconoce en público con agradecimiento.

Y en público también, antes de terminar, quiero darle las gracias a Miguel Delibes por otras cuestiones que sobrepasan los aspectos estilísticos de su obra y que tienen que ver con los presupuestos morales que en ella se defienden. En un mundo cada vez más deteriorado y menos inocente, Delibes se ocupa de la naturaleza a la que ama, no en vano es un ecologista serio y en serio; se ocupa de los niños. Sus figuras infantiles son inolvidables: personajes como el Nini de Las ratas o Daniel, el Mochuelo, nos acompañarán siempre. En un mundo cada vez más degradado en el que el ansia de poder, la necesidad de chupar cámara y también de chupar del bote, claro, parecen ser las principales obsesiones de la gente, incluidos muchos escritores, Miguel Delibes sigue siendo un punto de referencia distinto, un reducto en el que cobijarse con la seguridad de que ni su estilo ni su persona van a defraudarnos nunca.

«Miguel Delibes, punto de referencia»

Carme Riera

Cruzando fronteras. Miguel Delibes entre lo local y lo universal.
Valladolid, Cátedra Miguel Delibes, 2010, pp. 225 y 227-228

Miguel Delibes era uno de esos hombres que dan la sorpresa de ser más altos de lo que uno había imaginado. Era más alto en persona y tenía una cara saludable y jovial, con el lustre rojizo de quien pasa mucho tiempo al aire libre, y en cuanto se empezaba a hablar con él se deshacía el malentendido de esa expresión quejumbrosa de las fotografías. Alto y robusto, más colorado por comparación con la palidez de casi todos los demás, lo vi una vez moverse a grandes zancadas por un salón oficial, con una chaqueta de pana, con una corbata de nudo más bien descuidado, mostrando sin apuro su irritación por uno de tantos chanchullos culturales españoles. Estaba hondamente irritado pero se mantenía tranquilo, con la ecuanimidad del desencanto y del sentido común, porque era un hombre cordial al que no puedo imaginarme arrastrado por la bronca española, por la interjección y el mal modo que entre nosotros se confunden tantas veces con la valentía. A Miguel Delibes los escritores más jóvenes habíamos empezado a no leerlo porque nos parecía demasiado español y demasiado castellano, cuando nosotros aspirábamos tan ansiosamente a ser cosmopolitas, pero lo cierto es que en sus actitudes, en su misma presencia, había algo que lo volvía ajeno al modelo de escritor español al que estamos más acostumbrados. […]

A nosotros se nos pasó la costumbre de leerlo porque teníamos la aspiración de convertirnos cuanto antes en novelistas anglosajones, pero lo cierto es que quien más se parecía en sus actitudes a un novelista inglés o americano era Miguel Delibes. Miguel Delibes vivía retirado escribiendo y dando largos paseos por el campo. Era escritor porque escribía libros, no porque interpretara el personaje público de escritor a la manera española, a la manera francesa o latinoamericana. […] Si Delibes hubiera sido propenso a los exabruptos de soberbia quizás le habríamos hecho más caso. Pero por no tener ni siquiera tenía una leyenda […]. Miguel Delibes vivía en Valladolid como un funcionario y era padre de familia numerosa. La vejez y la enfermedad lo fueron volviendo discretamente invisible.

«Delibes, a lo lejos»

Antonio Muñoz Molina

El País, 20. 03. 2010.

DELIBES

Periodista

Al periodismo nací hace ahora cuarenta años y a través de El Norte de Castilla y de mis colaboraciones esporádicas en diarios y revistas he permanecido vinculado a lo largo de cuatro décadas. En este tiempo aprendí dos cosas fundamentales para mi posterior dedicación a la novela: la valoración humana de los acontecimientos cotidianos –los que la prensa refleja– y la operación de síntesis que exige el periodismo actual para recoger los hechos y el mayor número de circunstancias que los rodean con el menor número de palabras posibles. Con este bagaje periodístico pasé a la narrativa y, a pesar de los años transcurridos, permanezco fiel a aquellos postulados, es decir, mi condición de novelista se apoya y se sostiene en mi condición de reportero. El periodismo ha sido mi escuela de narrador.

Carta-prólogo a Estudios sobre Miguel Delibes.

Miguel Delibes

Madrid, Universidad Complutense, 1983, pp. 9-10.

Numerosos artículos […] y media docena de libros de viajes son el más claro ejemplo de esta condición de periodista y reportero. […]

Hay además en algunas de sus novelas un claro aprovechamiento literario de materiales periodísticos. Recuérdense, por ejemplo, las noticias de diarios que se recogen al comienzo de algunos capítulos de Mi idolatrado hijo Sisí o los textos con que don Eloy, en La hoja roja, enseña a leer a la Desi, que son también titulares de periódicos. La esquela con que se abre Cinco horas con Mario es asimismo un texto periodístico y en Diario de un emigrante, cuya génesis hay que buscar en un viaje a Chile realizado por Delibes, hay un aprovechamiento masivo de los materiales utilizados por el reportero que publicó sus crónicas viajeras en El Norte y las reunió posteriormente en lo que fue su primer libro de viajes. Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso es, entre otras cosas, una crónica de la difícil situación de la prensa en España durante la época franquista. Y, fuera del ámbito de la creación, la situación de la prensa en esos años es el tema del ensayo «La censura de prensa en los años cuarenta».

Claves para leer a Miguel Delibes, Siglo XXI

Amparo Medina-Bocos

Literatura y cultura españolas, 3 (diciembre 2005), p. 166.

Miguel Delibes no fue, como tantos otros, un escritor que escribía en los periódicos, sino un verdadero profesional del periodismo. Empezó muy joven en el oficio, con apenas veinte años: al principio, en 1941, como dibujante ocasional en El Norte de Castilla y luego como redactor. Más tarde asumió la subdirección del periódico, el diario más antiguo de España, y por fin la dirección. Quiere esto decir que el Delibes periodista no se constriñe a su producción escrita para la prensa, con ser ésta copiosa y variada. Va mucho más allá: abarca todo el entramado de decisiones complejas que, especialmente cuando ocupó puestos directivos, tuvieron consecuencias en la línea editorial y en la trayectoria empresarial del periódico.

[…] el novelista pertenece a su geografía y a su tiempo, a sus circunstancias. En el caso de Miguel Delibes, el periodismo fue algo más que una circunstancia o un modo de vida. Ciertamente, nunca se dedicó al periodismo en exclusiva. Primero, lo hizo compatible con la preparación de las oposiciones a la cátedra de Derecho Mercantil de la Escuela de Comercio de Valladolid. Luego, cuando las ganó en 1945, con la docencia. Y por fin, a partir del año 1947, y sobre todo desde que recibió el premio Nadal en enero de 1948, con ésta y con la literatura. Las tres facetas profesionales –docencia, periodismo y literatura– se han dado a menudo en la misma persona, pero no, quizá, con el grado de implicación y excelencia que Delibes alcanzó en ellas.

Prólogo a Miguel Delibes, Obras Completas, VI. El periodista. El ensayista..

José Francisco Sánchez

Barcelona, Destino-Círculo de Lectores, 2010, pp. XV-XVI.

Miguel Delibes con el novelista Luis Berenguer y parte del equipo de redacción de El Norte de Castilla (J. J. Rodero, Jiménez Lozano, Carlos Campoy y Emilio Salcedo).

Miguel Delibes con el novelista Luis Berenguery parte del equipo de redacción de El Norte de Castilla (J. J. Rodero, Jiménez Lozano, Carlos Campoy y Emilio Salcedo).

Delibes se había empeñado en formar un equipo de colaboradores a los que sólo pedía una buena formación cultural y ganas de intervenir en la sociedad. No le preocupaban las posiciones políticas o los posibles compromisos. Delibes y el grupo de colaboradores –Lozano, Umbral, Leguineche, Pastor, Pérez Pellón, Arrizabalaga, Gavilán– y redactores como Félix Antonio González y Campoy, fueron una suerte en aquellos años de asfixia. Él se situaba en la posición de narrador intuitivo y nos colocaba a nosotros en el papel de intelectuales. Lo importante era que nos animaba a decir cosas. Era, justamente, el reverso del régimen.

Para mí Delibes ha sido trascendental. Y no sólo porque me orientó hacia el periodismo, sino porque me enseñó el difícil ejercicio de dudar y de saber reconocer las razones del otro. Un liberalismo radical que nada tiene que ver con el dogmatismo del liberalismo económico y político. Aprendí en él, antes que en Gramsci, que hay que ser pesimistas de inteligencia y optimistas de voluntad. Delibes ha sido para mí una referencia ética. Es mi obligación decir en este momento que cuando fui detenido y procesado en 1962, se entregó de forma total a mi defensa. Aquel zarpazo lo sintió en su carne.

Delibes: periodismo y testimonio, en Miguel Delibes,
Premio Nacional de las Letras Españolas 1991.

César Alonso de los Ríos

Madrid, Ministerio de Cultura, 1994, p. 111.

Miguel Delibes era todo él una Facultad de Ciencias de la Información. La única que he conocido y que respeto.

Francisco Umbral

El País, 7. 05. 1984

Miguel Delibes con Francisco Umbral y Manuel Leguineche.

Miguel Delibes con Francisco Umbral y Manuel Leguineche

A Paco Umbral y a mí y a tantos otros nos vacunó contra la tentación de aplicar la literatura al periodismo. Desde su mesa de director de El Norte de Castilla me inició en los secretos de su vida y su obra, la sencillez, el sentido común, la verdad, la naturalidad porque toda afectación es mala. Lo hizo sin sermonear, a su estilo, sin dar la lata, sin una palabra más alta que otra, con ironía bienintencionada, con la pura sugerencia. Miguel dirigía el periódico como los mejores árbitros de fútbol. No se notaba que dirigía. A su lado recogimos el sonido múltiple de la noticia, la sinfonía coral de los deportes, de la crónica municipal, la referencia de los Consejos de Ministros que siempre llegaban tarde por los teletipos, la crónica local, el pálpito agrario, el latido teológico de Pepe Lozano. Miguel se sacó de la manga una sección, «El caballo de Troya», que irritaba mucho a don Manuel Fraga. El discurso del ministro secretario general del movimiento debía ir a cuatro columnas. Había que torear las consignas: «Adjunto le remito para su obligada publicación, durante días alternos (sic) nota relativa al Concurso Nacional de Bandas de Música que se celebrará en Murcia».

Fuego y humo.

Manuel Leguineche

El Urogallo, 73 (junio 1992), p. 50.

El ejercicio de la dirección del periódico fue un largo vía-crucis para Delibes. Y como tal vía-crucis tuvo varias estaciones: una dirección interina durante dos años y medio; una dirección plena, interrumpida por el nombramiento de un subdirector responsable; otra etapa de dirección en buena medida controlada, la vuelta de nuevo a la dirección y, por fin, el pase al Consejo como delegado de la Redacción.

El análisis pormenorizado de las circunstancias, de estas caídas y recaídas y, sobre todo, de las razones de la burocracia franquista es desazonante, es también humillante, incluso a estas alturas.

Se advierte, por un lado, el forcejeo de Delibes por informar especialmente sobre la situación del campo castellano y de los problemas agrarios; su intento de introducir colaboradores no oficialistas; su repugnancia al seguidismo de las consignas en la página editorial; su empeño por estar a la altura de una sociedad que comienza a querer desembarazarse del corsé autoritario. […]

Por otra parte, en este proceso de años, se va escindiendo la unidad del Consejo de Administración del periódico, entre el tirón de la tradición liberal del periódico y su mercado y las nuevas connivencias con el régimen que se darán sobre todo a partir de la llegada de Fraga. De esta manera, lo que durante muchos años fue un sostén sin fisuras, luego será ambigüedad y, por tanto, fuente de dolorosos problemas personales para Delibes.

Delibes: periodismo y testimonio, en Miguel Delibes,
Premio Nacional de las Letras Españolas 1991.

César Alonso de los Ríos

Madrid, Ministerio de Cultura, 1994, pp. 102-103.

Fueron años aquellos, en efecto, en que había que hacer buena cuenta de sujeto, verbo y predicado, pero también en los que había que aprender a hacer guiños, énfasis y silencios desde el lenguaje en al menos unos cuantos espacios del periódico […].

«El cuarto del dibujante» se llamaba así naturalmente porque, años atrás, realizaban en él su tarea los dibujantes del periódico, y de aquel tiempo quedaban allí una amplia y vieja mesa y una pizarra de corcho, que luego sirvió mitad para cartel de avisos y mitad de escaparate para colgar allí recortes y curiosidades. Al fondo había una especie de armario-librería con una de sus puertas abatible que servía de mesa de buró, y allí fue donde se instaló Delibes después de haber dejado su despacho de director: a esa especie de trinchera de la gramática, como digo. Y todo podía transcurrir como en una novela: el argumento y los personajes que siempre se disputaban la primacía, y luego el cómo decir o cómo no decir, diciendo; o cómo, diciendo, no decir; cómo sugerir sin que pareciera que se estaba sugiriendo, y cómo dar vueltas y vueltas para no aterrizar nunca pero ofreciendo la sensación de que se tomaba tierra o, a veces, cómo dar en diana simplemente, o cómo atrapar el rábano haciendo creer que sólo eran las hojas. Realmente no hay nada tan estúpido como una ley de imprenta –sea cualquiera que sea el nombre que lleve-, pero quizás no hay nada como eso para aprender lo que es el lenguaje, y nadie como un escritor para medirse y enseñar cómo apuntando a un lado se da en otro, y siempre en la realidad.

La habitación del dibujante

José Jiménez Lozano

El Urogallo, 73 (junio 1992), p. 48.

No resulta difícil comprobar que, como articulista, Delibes se siente seguro en algunos pocos temas de los que rara vez se aleja […]: Castilla y los castellanos, la literatura -y más específicamente- la novela, la naturaleza -en cuyo ámbito se incluirían sus dos deportes preferidos: la caza y la pesca- y el recuerdo de sus amigos. Es notoria la casi total ausencia de asuntos políticos o ideológicos, con la salvedad de las crónicas que envió desde Checoslovaquia (La primavera de Praga, 1968) para la revista Triunfo […].

Por regla general, Miguel Delibes renuncia, en sus titulares, a los llamados grandes temas: una gran excepción la constituyen, sin embargo, los problemas educativos. Prefiere de ordinario los «pequeños temas», los asuntos domésticos y, sobre todo, prefiere a los hombres mismos -también cercanos, también cotidianos- como asunto de sus artículos. Porque, como él mismo decía de la novela, «el arte narrativo reside, antes que en la originalidad del tema y su importancia, en el don de ahondar en la trascendencia de lo aparentemente trivial, sirviéndonos para ello de unos personajes humanos y consistentes».

El periodismo de Miguel Delibes
en Nuestros premios Cervantes. Miguel Delibes.

José Francisco Sánchez

Universidad de Valladolid-Junta de Castilla y León, 2003, pp. 76-77.

DELIBES

Narrador

Entiendo que novelar o fabular es narrar una anécdota, contar una historia. Para ello se manejan una serie de elementos: personajes, tiempo, construcción, enfoque, estilo. A mi ver, con estos elementos se pueden hacer todas las experiencias que nos dé la gana…, todas menos destruirlos, porque entonces destruiríamos la novela. El margen de experimentación es inmenso, pero tiene un límite: que se cuente algo.

César Alonso de los Ríos
Conversaciones con Miguel Delibes.

Miguel Delibes

Madrid, Magisterio Español, 1971, p. 143.

Yo doy a mis personajes un lugar preponderante entre todos los elementos que se conjugan en una novela. Unos personajes que vivan de verdad relegan, hasta diluir su importancia, la arquitectura novelesca, hacen del estilo un vehículo expositivo cuya existencia apenas se percibe y pueden hacer verosímil el más absurdo de los argumentos.

Un año de mi vida.

Miguel Delibes

Madrid, Magisterio Español, 1971, p. 143.

Yo traslado a mis personajes los problemas y las angustias que me atosigan, o los expongo por sus bocas. En definitiva, uno, si es sincero, se desdobla en ellos.

César Alonso de los Ríos
Conversaciones con Miguel Delibes.

Miguel Delibes

Madrid, Magisterio Español, 1971, p. 143.

A mi juicio, el novelista auténtico se nutre de la observación y la invención tanto como de sí mismo. El novelista auténtico tiene dentro de sí, no un personaje, sino cientos de personajes. De aquí que lo primero que el novelista debe observar es su propio interior. En este sentido, toda novela, todo protagonista de novela, lleva en sí mucho de la vida del autor. Vivir es un constante determinarse entre diversas alternativas. Mas, ante las cuartillas vírgenes, el novelista debe tener la imaginación suficiente para recular y rehacer su vida conforme otro itinerario que anteriormente desdeñó. Imaginativamente puede, pues, recrearse. Por aquí concluiremos que por encima de la potencia inventiva y del don de observación, debe contar el novelista con la facultad de desdoblamiento: no soy así pero pude ser así. Dar testimonio, en una palabra, no sólo de lo que le ha ocurrido, sino de lo que podría haberle ocurrido en cada caso y cada circunstancia.

Un año de mi vida.

Miguel Delibes

Barcelona, Destino, 1972, pp. 92-93.

Para mí la labor más penosa del novelista está antes de la creación, antes de hacer literatura propiamente dicha, o sea, al plantear el tema del libro y buscar la fórmula para resolverlo.

César Alonso de los Ríos
Conversaciones con Miguel Delibes.

Miguel Delibes

Madrid, Magisterio Español, 1971, p. 132.

Cada novela requiere una técnica y un estilo. No puede narrarse de la misma manera el problema de un pueblo en la agonía (Las ratas), que el problema de un hombre acosado por la mediocridad y la estulticia (Cinco horas con Mario). EI primer quehacer del novelista, una vez elegido el tema es, pues, acertar con la fórmula, y el segundo, coger el tono. […] Resueltos estos problemas, la temperatura de creación –que algunos llamaron musa, e inspiración otros– no puede negársenos. En ese momento han de entrar en juego los recursos selectivos del novelista para eliminar lo accesorio. Quiero decir que una vez en posesión de la fórmula (técnica) y cogido el tono (estilo), lo difícil no es hacer una novela larga, una novela río, sino decir lo que queremos decir con el menor número de palabras posible.

Un año de mi vida.

Miguel Delibes

Barcelona, Destino, 1972, pp. 97-98.

La novela no puede permanecer anclada en su antigua misión de entretener a la burguesía, pero yo pienso que mayor interés aún que los experimentos formales tienen las innovaciones de fondo. La novela, hoy, antes que divertir –para eso ya están el cine comercial y la televisión–, debe inquietar. Es, tal vez, el instrumento más directo de que disponemos para barrenar la oronda seguridad de una burguesía satisfecha.

Un año de mi vida.

Miguel Delibes

Barcelona, Destino, 1972, pp. 134.

Nuestra misión consiste en criticar, molestar, denunciar, aguijonear al sistema de hoy y al de mañana porque todos los sistemas son susceptibles de perfeccionamiento, y esto, a mi ver, sólo puede hacerse desde una conciencia libre, sin vinculaciones políticas concretas.

Un año de mi vida.

Miguel Delibes

Madrid, Magisterio Español, 1971, p. 99.

La concepción delibesiana de la novela se basa en un frontal rechazo de la innovación por la innovación y en un pronunciamiento abierto a favor del relato que refiere una historia. Esa teoría la ha formulado de modo explícito en diferentes ocasiones, y tiene un ojo puesto en la forma y otro en el contenido para sostener que aquélla sólo tendrá sentido en función de éste. Veámoslo en sus propias palabras: «Me parece encomiable toda reivindicación de la forma novelesca siempre que tengamos en cuenta que esa forma, sea cual sea, hay que llenarla necesariamente con algo»; «Lo primordial en una novela es el qué se dice. El cómo, por sí solo, nunca podrá darnos una gran novela y, apurando un poco, ni siquiera una novela». Delibes, pues, defiende una ficción que refiera sucesos. El lector, dice, sigue pidiendo un hombre, un paisaje y una pasión.

Hora actual de Miguel Delibes, en Miguel Delibes.
El escritor, la obra y el lector

Santos Sanz Villanueva

Barcelona, Anthropos, 1992, p. 85.

Miguel Delibes es un novelista social en el sentido de Proust, de Tolstoi… Él se interesa por la psicología social antes que por las estructuras sociales. Por eso es tan importante para mí, no sólo como lector sino también como historiador. La novelística de Delibes es una fuente inagotable y riquísima de documentación histórica para reconstruir el pasado inmediato de este país. El periodo de posguerra, particularmente, y sobre todo en lo que se refiere a la burguesía de provincias.

No niego la importancia de las fuentes que manejamos los historiadores, pero las estadísticas, por ejemplo, son un esqueleto, un andamio. El historiador debe poner carne sobre ese esqueleto, y para ello, nada mejor que la novela. Cinco horas con Mario y Mi idolatrado hijo Sisí, por citar algunos títulos delibianos, reflejan mejor que cualquier informe aséptico la vida provinciana de posguerra en España. La historia auténtica está en cómo vive la gente, no en las cifras. Delibes deja al descubierto, con ironía y haciendo buena literatura, eso por descontado- la esquizofrenia moral y la conducta imitativa y esnobista de la clase media incipiente del franquismo.

La sociedad española de posguerra en la novelística de Miguel Delibes, en El autor y su obra: Miguel Delibes.
Actas de El Escorial

Raymond Carr

Madrid, Universidad Complutense, 1993, p. 69.

Miguel Delibes firmando ejemplares de sus libros. Feria del Libro de Madrid, 1990.

Miguel Delibes firmando ejemplares de sus libros. Feria del Libro de Madrid, 1990.

En mis novelas, en mi afán por abarcar la totalidad de la región donde he nacido y vivo, no podía desdeñar ninguna de sus expresiones paisajísticas, y si en El camino rindo un emocionado homenaje a la Montaña, al Valle de Iguña, donde están mis raíces familiares, en Las ratas, La hoja roja, Diario de un cazador, La mortaja y Viejas historias de Castilla la Vieja, retrato la desnudez, los campos yermos de Valladolid, Palencia y Zamora, al norte del río Duero; y, finalmente, en Las guerras de nuestros antepasados, El disputado voto del señor Cayo, Parábola del náufrago, Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo y Mis amigas las truchas, existen prolijas descripciones de la bronca comarca intermedia, el norte de León, Palencia, Burgos y Soria, tal vez la parte de Castilla menos exaltada literariamente, aunque no la menos bella, donde los ingentes plegamientos y sus peculiaridades vegetales, que preludian las tierras del norte, se conjugan con el clima extremoso y los cielos hondos y azules propios de Castilla llana.

Castilla, lo castellano y los castellanos..

Miguel Delibes

Madrid, Espasa Calpe, 1995, p. 26.

La escritura narrativa de Miguel Delibes tiene una gran plasticidad: con la palabra «se ve», se perciben las presencias humanas, los ambientes.

Eduardo Haro Tecglen

El País 28. 11. 1979.

En mis novelas y relatos sobre Castilla, lo único que pretendo es llamar a las cosas por su nombre y saber el nombre de las cosas. Los que suelen acusarme de que hay un exceso de literatura en mis novelas se equivocan, y es que rara vez se han acercado a los pueblos. La tendencia a la precisión que me despertó la lectura del Garrigues se agudizó al tratar yo a las gentes de Castilla. Es decir, la propiedad con que definen sus problemas o la topografía que les circunda es inusual, infrecuente. Este lenguaje rural porque no tiene que ver con el popular– sigue aún llamándome la atención.

Cuando yo escribo en mis libros aquel cabezo o aquel cotarro no significan la misma cosa. Esto es lo que saben los hombres del pueblo, pero no lo suelen saber los hombres de la ciudad. El cotarro, el teso, el cueto, no son el cabezo. EI cabezo es sencillamente el cueto; el cotarro, la colina que tiene una cresta de monte y monte de encina. Esto puede parecer preciosismo, pero es exactitud.

César Alonso de los Ríos
Conversaciones con Miguel Delibes.

Miguel Delibes

Madrid, Magisterio Español, 1971, pp. 183-185.

Lo característico de Delibes, lo que mejor revela su poética, es la novelización del punto de vista, la recreación, desde dentro, del sistema de valores y creencias de los personajes. Lo que, en palabras más llanas, quiere decir que Delibes, a su modo, hace novelas de personaje. […] La originalidad de Delibes estriba, en primer lugar, en el hecho de constituir al personaje en centro de sus novelas. […] Muchos personajes de Delibes son seres sencillos y de humilde extracción […] a quienes no les sucede nada digno de relieve. El Mochuelo se marcha al colegio, el Nini merodea por el pueblo, Lorenzo se casa y emigra, Carmen trabaja en el hogar, Quico se aburre. Lo que se narra es el conjunto de pequeñas incidencias que tienen lugar cada día, desprovistas de toda trascendencia épica. […] La máxima osadía de Delibes (es) trascender artísticamente lo ínfimo desde lo ínfimo. Es decir, dejando que desde ese sencillo personaje, al que nada digno de mención sucede, se narre la novela. […] Dato esencial para entender las más características novelas de Delibes es la perspectiva desde la cual se narran.

El relato en primera persona obedece a la fundamental necesidad de que el protagonista cuente lo que le sucede y nos muestre su visión del mundo. […] Sucede lo mismo en aquellas novelas en las que existe una especie de simulación de la primera persona, como en El camino, Las ratas o El príncipe destronado (en las que) no hay un personaje verosímilmente capacitado para gobernar el relato, por lo que el narrador en tercera persona debe venir a suplir esas incompatibilidades. Ya sabemos cómo se produce el milagro: en el lenguaje del narrador se filtra el de los personajes, que terminan por imponer su visión del universo. […] En las novelas de Delibes sucede que la perspectiva es uno de los ingredientes de la realidad.

La originalidad novelística de Miguel Delibes.

Alfonso Rey

Universidad de Santiago de Compostela, 1975, pp. 259-275.

Esta reflexión sobre la porosidad lingüística de Miguel Delibes nos lleva inesperadamente a la clave misma de su fórmula novelística, o, al menos, a lo que para mí es tal: una suerte de ventriloquismo literario, una fabulosa capacidad de «poner voces». Delibes puede «poner voz» de niño de pueblo, de criada respondona, de señorita de provincias, de paleto castellano, con una eficacia que es su mayor virtud creadora a la hora de novelar. Este «poner voces» no se limita a reelaborar fielmente los diálogos del pueblo, sino que cuando el escritor habla por sí mismo en una novela, cuando describe o narra, lo hace también con un tono neutro, pero inequívoco, de cazurrería refranera que va muy bien con la dialéctica de los personajes y que se identifica con todos ellos en general, sin filiarse a ninguno en particular. […] Delibes no se limita a saturar de popularismo sus libros a través de los diálogos, sino que él mismo habla como un personaje más de la novela.

Miguel Delibes.

Francisco Umbral

Madrid, Epesa, 1970, p. 63.

Si la compasión infunde a la obra entera de Miguel Delibes una densidad ética invariable, su arte podría definirse esencialmente como ritmo: captación de la melodía humana en la repetición y en la variación. Toda novela u obra narrativa que sea propiamente poética, y no meramente informadora, posee un ritmo que puede comprobarse en todos los niveles: frases, personajes, incidentes o situaciones, símbolos expansivos, temas entretejidos. Pero hay novelas y cuentos que diluyen o atenúan el ritmo, y otros que lo atensan y refuerzan. Las narraciones de Delibes pertenecen a esta última clase: se repiten palabras, frases, rasgos, situaciones, motivos, imágenes destinadas a marcar ciertos símbolos que entonan el texto y expanden los significados, y se repiten aspectos temáticos integrantes de un todo intencional.

Prólogo a La mortaja.

Gonzalo Sobejano

Madrid, Cátedra, 1987, pp. 44-45.

Las mejores novelas de Miguel Delibes desprenden un fulgor casi doloroso, en el que la belleza del mundo natural y el desamparo de los inocentes son profanados con mucha frecuencia por la fatalidad que persigue a los que no tienen nada, por la brutalidad de los fuertes, por el cambio de los tiempos, que arrastra por igual lo mejor y lo peor […]. Lo que hay en las grandes novelas de Miguel Delibes no es costumbrismo sino observación meticulosa de las vidas humanas y de los trabajos y ensoñaciones de la gente común; un oído tan exacto para los nombres de las cosas, de los animales y las plantas, como para los matices del habla. […] Quizás no hay tarea más difícil para un novelista que la de mirar el mundo integralmente con los ojos de un personaje y la de dejar a un lado su propia voz y transmutar su escritura en una voz del todo ajena a él mismo. En la novela contemporánea española no hay miradas o voces más verdaderas que las de las criaturas inventadas de Miguel Delibes: un niño asustado por la cercanía de la edad adulta, una criada pobre, un bedel de instituto aficionado a la caza, un retrasado mental, un hombre viejo que va viendo aproximarse el final tedioso de la vida, una esposa provinciana comida por el rencor. En Los santos inocentes, el relato, el habla, el punto de vista, el interior de la conciencia, se funden y se transforman en un solo flujo narrativo, entrecortado de ritmos de poema en prosa.

Delibes, a lo lejos.

Antonio Muñoz Molina

El País, 20. 03. 2010.

DELIBES

Y la naturaleza

Habréis observado que los pájaros, bestezuelas por las que siento una especial predilección, se erigen a menudo en personajes de mis libros. Diario de un cazador está lleno de perdices, codornices, patos, tórtolas y palomas. Viejas historias de Castilla la Vieja, de avutardas, grajos y abejarucos. El gran duque es pieza esencial de El camino como la picaza lo es de La hoja roja. Las águilas, los cernícalos y los camachuelos forman el entorno del pequeño Nini en Las ratas… Finalmente, en mis dos últimas novelas, El disputado voto del señor Cayo y Los santos inocentes, intervienen también tres pájaros que juegan papeles fundamentales: el cuco y las grajillas en la primera, y éstas y el cárabo en la segunda. De los tres me he servido para componer el libro que ahora tenéis entre manos, no un libro de cuentos ni de historias inventadas, sino un libro de historias auténticas, vividas por mí y de las cuales son aquellos pájaros verdaderos protagonistas. Espero que su lectura no os deje indiferentes, antes bien sirva para acrecentar vuestro amor y vuestro interés por la Naturaleza.

César Alonso de los Ríos
A mis lectores, en Tres pájaros de cuenta

Miguel Delibes

Valladolid, Miñón, 1982, pp. 4-5.

Miguel Delibes paseando con sus perros, Grin y Cóquer. Sedano (Burgos).

[…] Es, en cierto modo, un outsider, un francotirador con un pie en su clase mientras la vapulea con el otro. A algunos les hubiera gustado que lo hiciera con los dos. Ligado a la burguesía vallisoletana por lazos familiares, profesor de Comercio, periodista, director y consejero de El Norte de Castilla, padre de siete hijos, fiel como un perro a su mujer, su ruptura no es aparatosa ni definitiva. Es un cazador de caza menor. Sus safaris duran un día. Por la noche le gusta tener metidos los pies en las zapatillas y poder leer al calor de la mesa camilla, en su casa del Paseo de Zorrilla. Ama lo rutinario. Siempre duerme en el mismo hotel cuando viaja a una ciudad y, a ser posible, en la misma cama. Dice que en él la fidelidad no tiene ningún valor. Pero todo esto con angustia. Encajado en su ciudad, en su familia, entre sus amigos, en el periódico, es íntimamente un desplazado. El mundo que abarca es, en sentido horizontal, la ciudad media de provincias y ese mundo exótico que comienza donde terminan las carreteras nacionales. En sentido vertical, es la clase media y campesina. Describe el drama cotidiano de la ciudad de provincias y el mundo arqueológico de los medios rurales.

El hombre, nos guste o no, tiene sus raíces en la Naturaleza y al desarraigarlo con el señuelo de la técnica, lo hemos despojado de su esencia. […] Desde mi atalaya castellana, o sea, desde mi personal experiencia, es esta problemática la que he tratado de reflejar en mis libros. Hemos matado la cultura campesina pero no la hemos sustituido por nada, al menos, por nada noble.

Y la destrucción de la Naturaleza no es solamente física, sino una destrucción de su significado para el hombre, una verdadera amputación espiritual y vital de éste. Al hombre, ciertamente, se le arrebata la pureza del aire y del agua, pero también se le amputa el lenguaje, y el paisaje en que transcurre su vida, lleno de referencias personales y de su comunidad, es convertido en un paisaje despersonalizado e insignificante.

En el primero de estos aspectos, ¿cuántos son los vocablos relacionados con la Naturaleza, que, ahora mismo, ya han caído en desuso y que, dentro de muy pocos años, no significarán nada para nadie y se transformarán en puras palabras enterradas en los diccionarios e ininteligibles para el Homo tecnologicus? Me temo que muchas de mis propias palabras, de las palabras que yo utilizo en mis novelas de ambiente rural, como por ejemplo aricar, agostero, escardar, celemín, soldada, helada negra, alcor, por no citar más que unas cuantas, van a necesitar muy pronto de notas aclaratorias como si estuviesen escritas en un idioma arcaico o esotérico, cuando simplemente han tratado de traslucir la vida de la Naturaleza y de los hombres que en ella viven y designar al paisaje, a los animales y a las plantas por sus nombres auténticos. Creo que el mero hecho de que nuestro diccionario omita muchos nombres de pájaros y plantas de uso común entre el pueblo es suficientemente expresivo de este aspecto.

S.O.S. El sentido del progreso en mi obra

Miguel Delibes

Barcelona, Destino, 1976, pp. 76-77.

El campesino suele emplear voces femeninas, más tiernas y maternales, para designar árboles y pájaros que en los diccionarios y en el vocabulario capitalino son resueltamente masculinos: torda por tordo, nogala por nogal, rendaja por arrendajo, olma por olmo, etc. Esta compenetración hombre-animal, hombre-vegetal, se hace patente en toda mi obra, llena de perdices, liebres, zorros, perros, ratas, camachuelos, jilgueros, gallos, palomas, urracas, truchas, y, también, de árboles y arbustos, de manera que bastaría abrir cualquiera de mis libros, incluso los de ambiente urbano, para demostrar cuanto antecede.

Humanización de los animales, en Castilla, lo castellano y los castellanos

Miguel Delibes

Madrid, Espasa Calpe, 1995, p. 108.

Leer a Delibes va más allá de las referencias literarias, aunque sea literatura lo que nos brinda. Lo que pasa es que el novelista, como si le acompañásemos en sus rutas de cazador o por los alrededores de Sedano, en Burgos, nos invita a detenernos en un matorral, una nava o un cerro, una quebrada erosionada, una perdiz que arranca al vuelo, un conejo que huye o un viejo que solitario dormita al sol de membrillo, vacío su pensamiento y acaso sin recuerdos.

El paisaje está vivo y en él late la pasión de supervivencia fustigando el mosconeo de la calima o protegiéndose del viento sur o de los fríos norteños que a veces se filtrarán y nos dejan de un aire que suele ser señal de malos presagios.

La tierra tiene vida y sólo necesita ojos para que ausculten sus latidos y esto es lo que brindan los libros del escritor vallisoletano.

Miguel Delibes

Emilio Salcedo

Valladolid, Junta de Castilla y León, 1986, p. 60.

Después del espectacular cambio cultural de este último cuarto de siglo, Delibes aparece como un adelantado. «Yo, en cierto modo y sin saberlo, venía a ser un precursor que intuía el riesgo. Cuando escribí mi obra El camino, en 1950, un crítico observó que yo era un reaccionario porque su protagonista amaba la aldea y se resistía a insertarse en el caos de la gran ciudad. Cuarenta años después, en un acto público, el Ministro de Cultura me presentó al auditorio como el primer ecologista, el primer «verde» español, precisamente por ese libro. ¿Qué había sucedido en el mundo en tan sólo cuatro décadas para que se produjeran dos juicios tan dispares sobre un mismo escritor? A nivel español, el desmoronamiento de la comunidad rural, el éxodo de los pueblos; a nivel universal, el deterioro progresivo del medio ambiente».

César Alonso de los Ríos
Introducción a Conversaciones con Miguel Delibes

Miguel Delibes

Barcelona, Destino, 1993, p. 16.

Miguel Delibes y el académico Julián Marías. Real Academia Española, 25 de mayo de 1975.

Miguel Delibes y el académico Julián Marías. Real Academia Española, 25 de mayo de 1975.

A la hora de decidir el tema de su primera disertación en la Academia que hoy le acoge, Delibes ha preferido lo que he llamado la tercera tendencia de su obra, la preocupación social, la angustia ante los peligros que amenazan a la Naturaleza y a la espontaneidad de la vida en ella.

Delibes reflexiona sobre el hecho de que casi todos sus escritos se han preocupado por el progreso; lo ha deseado y lo ha temido; sobre todo no ha estado seguro de que sea progreso todo lo que se llama así, o de que forzosamente ha de ir acompañado de la destrucción de tantas cosas valiosas.

Esta preocupación, nacida de su amor a la Naturaleza y a las formas sencillas de la vida, es nobilísima y la comparto plenamente.

«Contestación» al discurso de Miguel Delibes en el acto de su recepción en la Real Academia Española.

Julián Marías

Valladolid, Miñón, 1975, pp. 75-76.

No es raro que Miguel Delibes dedicara en su día su ingreso en la Real Academia de la Lengua, en el que tuve la suerte de estar presente, a estos temas, que él trató con afecto y sencillez y que no dudó en clausurar radicalmente con aquel tema de una vieja canción de la época: «Si el mundo no cambia, si el mundo no se respeta, que se pare, que yo me bajo de él». Era una muy sencilla, pero radical fórmula, de decir cuánto había supuesto para él a lo largo de su vida el amor a la naturaleza y el debido respeto a la misma. El escritor podía haber elegido otros temas más específicos, como el de su propia narrativa, pero prefirió detenerse en los problemas medioambientales, entonces no tan acuciantes como lo son hoy.

Con aquel mensaje, la obra de Delibes se estaba universalizando, pues todos sabíamos que él ya no se refería de manera concreta a los espacios naturales de su tierra, sino a los de todo el planeta. En este sentido, hoy vemos que este autor castellano fue un gran adelantado en su tiempo en la visión de estos problemas que hoy –acaso demasiado tarde– todos los partidos políticos llevan ya en sus programas electorales.

«Los libros del corazón, los libros de la vida», en Luces, trazos y palabras.
Homenaje artístico-literario a Miguel Delibes

Antonio Colinas

Universidad de Valladolid-Cátedra Miguel Delibes, 2007, p. 28.

El 25 de mayo de 1975 pronunció Delibes su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua Española. Yo estuve entre ese «alto auditorio» (tal como lo llamó Delibes) y todavía recuerdo la sorpresa que se apoderó de mí al oír sus palabras. Eran aquellos, desde luego, tiempos difíciles.

El asesinato de Carrero Blanco había precipitado los acontecimientos y había desencadenado en España la dialéctica del terror en que los golpes de ETA y otros grupos revolucionarios eran inmediatamente contestados por la extrema derecha y por una durísima represión policial.

Yo no sé lo que esperaba cuando Delibes comenzó a pronunciar su discurso. Me imagino que esperaba que Delibes se evadiera de todo ello hablando de la naturaleza en su obra, en espera de tiempos mejores. Pero pronto me di cuenta de que su discurso nada tenía de evasivo, de que nos estaba alertando sobre una crisis mucho más grave que la que entonces vivíamos los españoles. Los españoles que nos hallábamos recogidos en los salones de la Academia estábamos, en aquellos momentos, preocupados por el destino de España. Pero Delibes nos hablaba del destino de la humanidad, como si nuestra zozobra por los acontecimientos que estaban ocurriendo en nuestro país fuera un tema insignificante frente a la catástrofe que se cernía sobre la raza humana.

En su discurso de ingreso en la Real Academia, Delibes se hizo eco de los informes del Club de Roma. Se trataba de las primeras reuniones de científicos de todo el mundo para hacer frente a lo que hoy en día llamamos «cambio climático», el cambio del clima producido por la acción del hombre en la biosfera terrestre. Contaba Delibes con un excelente asesor, su propio hijo Miguel Delibes de Castro, reconocido biólogo que se iba a convertir en su maestro en esta etapa que comenzó con este discurso y concluyó en el año 2007 con La tierra herida.

Miguel Delibes. Una conciencia para el nuevo siglo

Ramón Buckley

Barcelona, Destino, 2012, pp. 205-206.

Hace casi treinta años, con ocasión de mi ingreso en la Real Academia de la Lengua, aproveché el auditorio más intelectual y cultivado que de costumbre para dar salida a mi angustia sobre el futuro de la Tierra. El discurso que pronuncié entonces dio lugar a un libro titulado S.O.S. primero y Un mundo que agoniza después. Aunque ha pasado mucho tiempo, aquella preocupación mía por el medio ambiente no ha disminuido, sino al contrario. Cualquiera que en los últimos lustros haya estado al tanto de mis declaraciones públicas, o leído mis crónicas de caza y pesca, puede atestiguarlo. El abuso del hombre sobre la naturaleza no sólo persiste, sino que se ha exacerbado: agotamiento de recursos, contaminación, escasez de agua dulce, desaparición de especies… Además, nuevos nubarrones, que en los años setenta aún no percibíamos, han aparecido, amenazadores, en el horizonte, especialmente dos: el adelgazamiento de la capa de ozono y el cambio climático.

Respecto al clima debo decir que, quizás por castellano y hombre de campo, siempre me ha interesado especialmente. Gran parte de mi vida ha transcurrido al aire libre, entre labradores que fiaban su futuro a las veleidades del cielo; hombres y mujeres que dependían para subsistir antes de los caprichos de la sequía, el pedrisco o la helada negra, que del propio esfuerzo. ¿Qué sería de ellos, y de quienes necesitábamos su trabajo, si el clima cambiara? ¿Y cómo se manifestaría ese cambio? Con frecuencia había leído vaguedades sobre el calentamiento de la Tierra, pero tras el verano de 2003 (un infierno de cinco meses), julio de 2004 me sorprendió en Sedano, un pueblecito del norte de Burgos, con temperaturas durante las madrugadas de dos y tres grados en los páramos y máximas de 25°C a lo largo del día. «Esto no es lo convenido», me decía a mí mismo. Yo no había olvidado el bochorno sostenido del verano anterior, los casi cincuenta grados del sur del país. En aquel momento me pareció indudable que el cambio de clima había dejado de ser una conjetura para convertirse en una evidencia. Es decir, que ya no era momento de teorizar sobre la amenaza, puesto que la amenaza se había hecho realidad. Pero entonces, ¿qué significaba aquella friura del amanecer un año más tarde? ¿Tal vez mis temores estaban infundados? Si las razones que justificaban el cambio climático no se habían alterado en doce meses, ¿por qué este sube y baja de los termómetros?

En aquellas circunstancias, aproveché una visita de mi hijo Miguel, unos meses después de haber sido galardonado por el Rey con el Premio Jaume I El Conqueridor por sus desvelos ambientales, para hacerle ver mi perplejidad. Dejé caer una serie de preguntas relacionadas entre sí en un tono intrascendente, que seguramente traslucía, sin embargo, mi honda preocupación. Sus respuestas, empero, fueron tan incitantes y prolijas que en poco más de veinte minutos nos habíamos enredado en una conversación, para mí reveladora y apasionante, sobre el futuro de la Tierra. Al final de aquella mañana ya había convencido a Miguel para extender nuestra charla y tratar, además, de darle publicidad, pues me parecía obligado que los habitantes del Planeta conocieran la opinión de los científicos sobre la situación por la que éste atraviesa. ¿Qué puede decirle un estudioso de la naturaleza a un ciudadano, como soy yo, ignorante pero preocupado? ¿Los argumentos de los expertos son tranquilizadores o, por el contrario, suficientes para aumentar nuestra preocupación? Y había algo más: si los problemas son reales, ¿por qué no se les pone remedio?

La tierra herida, 
Prólogo a Miguel Delibes y Miguel Delibes de Castro

Miguel Delibes

Barcelona, Destino, 2005, pp. 7-9.

La preocupación de Delibes por la naturaleza no es separable de su inquietud por la situación concreta de la tierra en que nace y vive, en cuyo paisaje sitúa la mayor parte de sus libros y que se convierte en motivo particular de un par de ellos: […] Viejas historias de Castilla la Vieja […] y Castilla habla, en la que protagonistas del cotidiano existir castellano toman la palabra para expresar sin circunloquios una decadencia al parecer imparable.

Ficción o realidad […], invención o documento, en todas las obras mencionadas [S.O.S., Vivir al díaMi vida al aire librePegar la hebra] y en otras que podrían añadirse consta el fervor delibesiano por la naturaleza, tan intenso que eleva la comunión del hombre con ella al más alto ideal del existir. Ese amoroso respeto no es sólo resultado de una convicción moral o de un planteamiento discursivo sino, muy antes, consecuencia de un contacto directo con la tierra, de una intensa experiencia de la geografía castellana; en suma, de un gusto por la vida al aire libre, por la práctica del deporte por «un hombre sedentario«, según paradójicamente se ha calificado a sí mismo Delibes. Una afición, glosada en Mi vida al aire libre, a diversos deportes, fútbol, bicicleta, natación, marcha… y, entre todos, a uno por excelencia, la caza, y, en tiempo de veda de ésta, la pesca.

Memorias de un cazador
en El último Delibes y otras notas de lectura

Santos Sanz Villanueva

Valladolid, Ámbito, 2001, pp. 62-63

DELIBES

Cazador

La caza es un esparcimiento fundamentalmente dinámico. El morral hay que sudarlo. La cacería se monta sobre madrugones inclementes, ásperas caminatas, comidas frías en una naturaleza inhóspita, lluvias y escarchas despiadadas… Pero hay algo que compensa al cazador de tantas contrariedades. […] Una pieza en perspectiva basta para que toda molestia se disipe y se produzca en el cazador una profunda remoción psíquica. […] la caza, más que una afición, es una pasión. […]

La caza es un placer de ida y vuelta. Durante seis días de la semana el hombre se carga de razones para abandonar por unas horas los convencionalismos sociales, la rutina cotidiana, lo previsible. Al séptimo día, se satura de oxígeno y libertad, se enfrenta con lo imprevisto, experimenta la ilusión de crear su propia suerte… pero al mismo tiempo se fatiga, sufre de sed, de hambre o de frío… En una palabra, se carga de razones para abandonar su experiencia de primitivismo y regresar a su sede urbana, a su domesticidad confortable. El método es tan bueno como otro cualquiera para sobrellevar la vida; o, quizá, mejor que otro cualquiera.

Prólogo a El libro de la caza menor.

Miguel Delibes

Barcelona, Destino, 1964, pp. 10-11 y 17.

Delibes, hombre metódico hasta límites insospechados, ha tenido el humor y la paciencia, a lo largo de medio siglo, de anotar en unas pequeñas libretas, con letra primorosa, todas sus excursiones de caza, y en ellas no hay datos anteriores a 1949, seguramente porque las salidas fueron excepcionales. Algo tendrían que ver también en ello la absorbente preparación de las oposiciones a catedrático de Derecho Mercantil, su prolongado noviazgo con Ángeles, su boda y la llegada de los primeros hijos.

De nuevo los apuntes inéditos de las libretas, pero también, indirectamente, el testimonio de Lorenzo, el protagonista de Diario de un cazador (pues, como alguna vez se ha dicho, se trata de un álter ego rebajado del propio Delibes), revelan que la afición cinegética había regresado a su querencia en la década siguiente. Desde entonces los escritos sobre caza y pesca, estos últimos mucho más esporádicos, no han dejado de fluir naturalmente de su pluma hasta formar esta importante gavilla de páginas […] que reúne nada menos que ocho libros y dos trabajos menores aparecidos entre 1963 y 1996. […] Unas obras que analizan el fenómeno de la caza desde ópticas distintas -de la motivación del acto cinegético a las normativas que regulan su práctica, y del análisis de las diversas modalidades de caza a las experiencias diarias del autor- y que, en cuanto a creación, como Delibes ha reconocido, constituyen, por su espontaneidad, una liberación de los condicionamientos que rigen el resto de su actividad literaria, hecho sin duda determinante para que el autor optara por definirse antes como un cazador que escribe que como un escritor que caza.

Cuatro décadas de caza con mi padre
Prólogo a Miguel Delibes: Obras Completas, V. El cazador

Germán Delibes de Castro

Barcelona, Destino-Círculo de Lectores, 2009, pp. X-XI

Miguel dice que ama la caza menor. Que los grandes animales, con su mirada casi inteligente, nunca han sido para él pieza venatoria. Pienso que, en realidad, la caza es un aspecto más en su implantación campesina, que no debemos sobrevalorar. Él es en el fondo un paseante del campo, meditador peripatético que se sirve de la escopeta para andar y andar, enfrascado en sus cavilaciones. «No puedo meditar sino andando -afirma, elevando a lema unas palabras de Las confesiones de J.J. Rousseau-; tan luego como me detengo, no medito más; mi cabeza anda al compás de mis pies». El novelista es un vagabundo que, escopeta en mano, recorre contemplativamente los campos. La caza -regulada, por otra parte, por un código que tiene tanto de ético como de estético- es un incentivo más en su búsqueda de la naturaleza: «Nunca había estado en los meandros de Villavieja -dice reveladoramente-, pero es un verdadero espectáculo. El río se ensancha allí y corre el agua tan mansa que parece un lago. En la ribera crecen olmos y alisos gigantescos y los tamarindos están tan prietos que apenas si entra el sol. Las tórtolas y las palomas bajan a beber a la islilla de arena que se forma en el centro del río… Cruzó un martín pescador como una centella, le solté los dos tiros, pero ni le toqué. El condenado llevaba un pececillo en el pico. Luego sentí el aleteo de una torcaz y la tía se fue a posar justamente en la punta de un aliso, frente a mi puesto. Aguardé con mi santa paciencia, y cuando se tiró a beber a la isla la sacudí en forma. La zorra de ella no dijo ni pío». He aquí un cazador que ve el campo como un espectáculo, siente el paisaje con sensibilidad que recuerda a Virgilio, Garcilaso o fray Luis de León, y no sufre demasiado por marrar un tiro o volver sin pieza. Más que un cazador convencional parece un sacerdote de novela pastoril que oficia en el templo de la naturaleza un pagano rito sacrificial.

Discurso inaugural, en Miguel Delibes
El escritor, la obra y el lector

Cristóbal Cuevas

Barcelona, Anthropos, 1992, p. 9.

No es ningún secreto que la caza que apasiona a Delibes es la caza de la perdiz roja, auténtica pieza reina y objetivo número uno de nuestras excursiones dominicales. […] El resto de las piezas que cada jornada procuramos acular en el morral son casi meros complementos. […] El mismo carácter accidental (que los gazapos y las liebres) tiene en nuestras perchas una pieza tan noble y codiciada como la chocha […].

A esto, más la codorniz en verano, se reduce la caza de Delibes, cuyos gustos cinegéticos […] coinciden con los del más modesto cazador lugareño de Castilla. Alguna vez oí decir a los amigos del Club de Cazadores Alcyón, en el que hacia 1965 ingresó Miguel Delibes: «¡Qué bien escribe de caza pero qué pocas formas de cazar conoce!». En realidad, sí conocía más, pero sólo se sentía auténticamente cautivado por la caza más primitiva, por aquella en la que el cazador ha de hacerlo todo, buscar la pieza, levantarla, cazarla, derribarla y cobrarla. «El cazador a rabo, en mano, al salto, en guerra galana; he aquí el cazador de perdices», reivindica en El libro de la caza menor. Una caza en mano que para disparar la escopeta y cobrar algún pájaro, a diferencia del ojeo, exige fatigarse y acertar con una estrategia en la que colabora toda una cuadrilla. Una caza, por otra parte, que no termina con el disparo, puesto que la cobra de la pieza, su examen, la ceremonia de depositarla en el morral o de colgarla en la percha siguen siendo pequeños placeres a los que el cazador-cazador no renuncia ni delega en las manos mercenarias de un secretario. Y una caza inconcebible, también, sin la satisfacción de ver convertido el botín en suculencia gastronómica.

Cuatro décadas de caza con mi padre
Prólogo a Miguel Delibes: Obras Completas, V. El cazador

Germán Delibes de Castro

Barcelona, Destino-Círculo de Lectores, 2009, pp. XIII-XV.

Amo la naturaleza porque soy un cazador. Soy un cazador porque amo la naturaleza. Son las dos cosas. Además, no sólo soy un cazador, soy proteccionista; miro con simpatía todo lo que sea proteger a las especies. Dicen que eso es contradictorio, pero si yo protejo las perdices tendré perdices para cazar en otoño. Si no las protejo me quedaré sin ellas, que es lo que nos está pasando. De manera que no hay ninguna contradicción. Por otra parte, yo no soy ningún cazador ciego, pendiente del morral o de la percha, sino que me gusta disfrutar del campo, ver amanecer, ponerse el sol, ver el rojo en las matas… y si además cazo un par de perdices y me las como al martes siguiente, pues tan contentos. Pero no mido la diversión ni el placer por el número de piezas.

fragmentos de entrevistas en República de las Letras

Miguel Delibes

núm. 117, junio 2010, p.10.

Miguel Delibes y su hijo Germán con su perro Grin. Quintanilla de Abajo (Valladolid), 1979.

Miguel Delibes y su hijo Germán con su perro Grin. Quintanilla de Abajo (Valladolid), 1979.

A los setenta y dos años, con medio centenar de títulos en el morral, al escritor le da por mirar atrás. Es, sin duda, consciente de este complejo de Lot cuyas consecuencias él quiere trivializar con humor en El último coto: «El episodio de la historia de Lot cobra para mí sentido si pienso en el lumbago. Yo también me convertí en estatua de sal al salir de la bañera el jueves pasado y tratar de atrapar un calcetín desmayado en el suelo».

Tal tendencia a la revisión melancólica podría ser dramática para este temperamento depresivo y pesimista si no fuera porque la compensa con largas caminatas urbanas y con jornadas, ya para él agotadoras, de caza. Aunque hace años se le han ido «aburguesando» las piernas y se le han aflojado los bofes, ha seguido doblegando patirrojas por las laderas castellanas. El título, no obstante, de su más reciente libro –El último coto– alude a una inevitable despedida. No seré yo quien se lo crea. Pienso que el Cazador morirá con las botas puestas. De hecho, entre la fecha del prólogo –en el que nos amenaza con la retirada de la caza– y la del último relato titulado «La despedida» han pasado cinco años: de 1986 a 1991. Y sigue saliendo a la busca de lo que sea, la paloma torcaz de alto vuelo, la codorniz de carnes finas… Para Delibes su decadencia física coincide con la irremediable extinción de la perdiz silvestre, signo de peores y más graves deterioros.

El hecho es que si Delibes decidiera poner fin a sesenta años de correrías cinegéticas se acabaría también esa serie de libros de escritura precisa, bellos, clásicos, cuya entrega postrera es El último coto, obra cimera de una línea de trabajo que comenzó de forma novelada con Diario de un cazador y en forma de crónica con La caza de la perdiz roja. (Unas mil páginas que bastarían para considerar a Delibes escritor de excepción.)

Texto invernal, se describen en él paisajes entumidos y madrugadas de nieblas meonas («niebla densa y húmeda que al congelarse en el aire, deja los campos albos como después de una nevada»), texto con alegrías breves como la que proporciona el sol que al fin se abre paso sobre los páramos castellanos o la alegría de una buena percha. «¡A la vejez viruelas!», escribe en su diario el 13-XI-88. «He conseguido para el morral comunitario cinco patirrojas, liebre y conejo… Resumen: todavía las mato. Lo que no quiere decir que derribe todas las perdices que tiro en condiciones. Ayer corté las que me salieron al paso, nada más. Las encampanadas que llegaban como exhalaciones de lo alto de la ladera o las sesgadas con el viento de popa, me torearon. La vejez, o sus inicios, se conoce en eso».

Introducción a Conversaciones con Miguel Delibes

César Alonso de los Ríos

Barcelona, Destino, 1993, pp. 11-13.

Delibes era cazador, muy cazador […] pero era un cazador escrupuloso, atento a la conservación de las especies -cinegéticas y no cinegéticas-; preocupado por la transformación del agro y sus repercusiones sobre la naturaleza; intolerante ante la industrialización de la caza; crítico con el furtivismo, los excesos venatorios y otros desmanes, y, en todos estos sentidos, un incansable pedagogo para el conjunto de los cazadores españoles. Ello es evidente en libros como La caza de la perdiz rojaEl último cotoCon la escopeta al hombroMi vida al aire libreLa caza en España y tantos otros. Probablemente nadie haya hecho tanto para acercar los dos mundos tantas veces antagónicos de la caza y la conservación de la naturaleza, y sólo esto merecería ya nuestro reconocimiento.

El credo de Miguel Delibes, en Aves y naturaleza

Eduardo de Juana

Revista de la Sociedad Española de Ornitología, núm. 3, Verano 2010, p. 32.

A mí este dato de la aceptación de la literatura cinegética de Delibes siempre me ha llamado la atención. […] En mi caso […] la caza me resulta una actividad del todo alejada de mis inquietudes, e, incluso, si algún sentimiento tengo hacia ese mal llamado deporte es de hostilidad. Sin embargo, he leído todas esas obras delibesianas con atención y con complacencia. Nunca me han convencido los argumentos conservacionistas de Delibes a favor de la caza, pero sus libros en que persigue patirrojas, conejos y liebres figuran entre los que de vez en cuando releo. Descartado el asunto de la caza, otros factores existirán que los hagan atractivos.

En primer lugar, me parece, nos atrae un acento de sinceridad autoconfesional que nos permite sustituir, mediante el conjunto de esos títulos, la autobiografía de un hombre que ha vivido alerta las peripecias de nuestro tiempo, del que tiene algo personal y puesto en razón que decirnos. No nos ofrece relatos fríos, asépticos o hiperbólicos […] de la actividad cinegética, pues siempre se deslizan en medio de la narración de una paseata vivencias íntimas del relator, emociones provocadas por un paisaje o por una anécdota. Sin ternurismos ni presunción, el ser humano que esconde el cazador se filtra constantemente. Por eso acertó al definirse como un cazador que escribe. Parece que no hace literatura, pero la literatura, en estos libros, está en ese decir sencillo y entrañado […]

La razón por la que nos agarran, con independencia de sus temas, procede de lo que todo el mundo aprecia como una de las grandes aportaciones del vallisoletano, un castellano limpio, sencillo, expresivo y rico […], una lengua común […] que el escritor rescata […] porque gusta del decir exacto y preciso, del designar riguroso a cada cosa por el nombre que la distingue.

[…] Esa afectividad y sencillez desde la que habla Delibes, el castellano puro y vivo que utiliza constituyen puntales de sus libros cronísticos y testimoniales. Pero todo ello está puesto al servicio de una muy precisa concepción de la literatura como comunicación, como transmisión directa de una experiencia personal. Y ahí está, me parece, el origen del éxito de su literatura, en ese decir próximo y entrañable que la mayor parte de los lectores aceptan como una expresión vivencial auténtica.

Un decir próximo y entrañable, en Las constantes de Delibes

Santos Sanz Villanueva

Premio Cervantes 1993. Diputación de Valladolid-Fundación Municipal de Cultura, 1995, pp. 42-43.

DELIBES

El cine y el teatro

Delibes, además de esta relación con el cine por la repetida adaptación de sus novelas, tiene otra faceta poco conocida y que esta tarde me gustaría resaltar aquí: me refiero a su ejercicio como crítico cinematográfico en el periódico vallisoletano El Norte de Castilla, precisamente en su primera época como redactor de dicho diario. El propio Delibes siempre ha dicho que fueron críticas hechas sin demasiada preparación, con urgencia y de puro compromiso, para cubrir una necesidad del periódico; pero yo estoy seguro de que, revisándolas en profundidad, se podrían encontrar elementos interesantes que sin duda enlazarán con la actitud actual del notable cinéfilo que es Delibes. Yo lo puedo constatar personalmente, ya que sé de su asistencia asidua a la Semana de Cine de Valladolid, a los ciclos que se organizan durante el año y al cine cotidiano de las salas vallisoletanas. Y yo me atrevería a decir que su afición por el cine ha producido una influencia o trasvase en doble sentido: en la idoneidad de sus novelas para ser trasvasadas al lenguaje cinematográfico, y en la influencia que, a mi entender, ha tenido también el lenguaje cinematográfico en el estilo narrativo de Delibes.

La imagen y la palabra, Mesa redonda, en Miguel Delibes
Premio Nacional de las Letras Españolas 1991

Fernando Lara

Madrid, Ministerio de Cultura, 1994, p. 245.

Miguel Delibes con Juan Diego. Rodaje de Los santos inocentes, 1984.

Miguel Delibes con Juan Diego. Rodaje de Los santos inocentes, 1984.

Cuando leí Los santos inocentes quedé sobrecogido con su fuerza y con esa virtud de Miguel Delibes que, por otra parte, es común a los escritores españoles de los años cincuenta: su extraordinario oído… Son escritores que oyeron espléndidamente a la gente de los bares, de la calle, del campo y, cuando hacen hablar a sus personajes, los convierten en seres reconocibles, verosímiles, auténticos…

Entrevista con Diego Galán.

Mario Camus

El País Dominical 13. 05. 1984.

Trabajar con cualquier texto de Delibes ofrece una gran ventaja, y todos cuantos lo hemos hecho tenemos una deuda contraída con él, ya que se aprende una cosa fundamental: la esencialidad. Delibes siempre va a lo esencial, tiene la gran virtud de encontrar en el relato aquello que llega directamente a la sensibilidad, al corazón y a la inteligencia del lector. Su capacidad de sugerir es asombrosa. Nos da una visión aparentemente objetiva, realista, de la vida y del mundo, pero lo cierto es que es una visión trascendida y muy personal, en la que juega un papel fundamental la elección y realce de personajes y situaciones, destacando o subrayando unos y desechando o velando otros, de modo que la situación creada y la emoción generada por esta situación llega directa y plena. Incluso a la hora de seleccionar –porque el cine o la TV deben seleccionar, esquematizar la obra literaria– el lenguaje de Delibes es tan fértil que te ofrece una serie de posibilidades a cuál más plástica y más convincente.

La imagen y la palabra, Mesa redonda, en Miguel Delibes
Premio Nacional de las Letras Españolas 1991.

Josefina Molina

Madrid, Ministerio de Cultura, 1994, p. 247.

La actriz Lola Herrera representando Cinco horas con Mario, 1979.

La actriz Lola Herrera representando Cinco horas con Mario, 1979.

De la novela al teatro es el título de la mesa redonda de esta tarde. De la novela, de la novela de Miguel Delibes al teatro que sobre estas novelas se ha hecho. Porque, como todos ustedes saben de sobra, Miguel Delibes, además de ser un gran novelista, ha vivido la experiencia de que algunas de sus novelas han dado lugar a obras de teatro de gran resonancia y aceptación de público y crítica, y que, además, al pasar del libro al escenario, no han perdido ni su comunicación con el receptor, ni su frescura de lenguaje, ni, sobre todo, la fuerza, la emotividad y el humanismo de sus extraordinarios personajes.

De la novela al teatro, Mesa redonda, en Miguel Delibes
Premio Nacional de las Letras Españolas 1991

Andrés Amorós

Madrid, Ministerio de Cultura, 1994, p. 259.

Hace pocas fechas regresé del bello pueblo de Alburquerque, en Extremadura, donde Mario Camus ha rodado una película basada en mi novela «Los santos inocentes». Esta excursión mía, muy aprovechada puesto que, por un lado, me ha permitido constatar la sobriedad y maestría de Camus como director y, por otro, la ductilidad y buen hacer de Paco Rabal y Alfredo Landa en dos papeles dificilísimos, no es, en contra de lo que alguien ha afirmado, mi primer contacto con el cine. Con el cine, en su aspecto técnico-literario, conecté ya, hace cuatro lustros, con ocasión del doblaje al español de la película americana Doctor Zhivago, que hace pocos días hemos vuelto a ver en televisión. Mi cometido era muy concreto: realizar una revisión literaria y medida de los diálogos que me eran entregados en bruto. La misión tenía, pues, dos vertientes: pulir aquéllos de forma que, al ser trasladados al español, no perdieran eficacia ni eufonía, y ajustarlos estrictamente a los movimientos labiales de los actores. El doblaje puntilloso de un filme requiere estas exigencias: que los sonidos que emite una persona en la pantalla no se queden cortos, pero que no excedan tampoco del número de movimientos de labios que realizan los protagonistas. Esta tarea, que en los parlamentos largos, al actuar por aproximación, no ofrece grandes dificultades, se hace especialmente enojosa en los diálogos cortos, donde el escritor debe constreñirse al número de sílabas que los actores pronuncian. En un doblaje cuidado no puede admitirse que el actor mueva los labios sin articular sonido, pero tampoco que articule sonido sin mover los labios. De ahí que si la traducción en bruto nos da una frase de veinte sílabas mientras la fonética inglesa dice lo mismo con diez, el encargado del doblaje, mediante los recursos pertinentes, deberá reducir a diez sílabas una formulación que, en su versión primitiva, requería veinte.

A este respecto recuerdo que cuando, en la película en cuestión, un tren de prisioneros es trasladado a Siberia, uno de ellos se encara con el guardián y le increpa con una breve letanía de improperios, tres en concreto. Mi obligación, en este caso, consistía en meter en siete sílabas estos improperios; y ante la dificultad de encontrar en castellano tres vocablos lo suficientemente expresivos y lo suficientemente breves, los reduje a dos, pero muy sonoros y concluyentes: lacayo y lameculos, vocablo este último un poco duro para la época, lo que motivó que mi vecina de butaca, el día del estreno de la película en Valladolid, se volviese sorprendida a su acompañante y le dijera: «¡Qué gracia! ¿Te has fijado?, también dicen lameculos en Rusia».

Esta experiencia me fue muy útil, ya que siempre he sido partidario de la economía literaria, de decir con el menor número de palabras el mayor número de cosas posibles. Detrás de ésta vinieron otras intervenciones de menor responsabilidad, como la revisión literaria de tal o cual guión o una remota asesoría en los rodajes que tuvieran como tema novelas mías. En este sentido mi primera vivencia fue El camino, película rodada por Ana Mariscal en el pueblecito abulense de Candeleda. Recuerdo que ya entonces me sorprendió la lentitud del proceso creador y que el argumento no se rodase más o menos linealmente, es decir, de principio a fin, sino segmentado, ajeno a toda lógica, filmando antes, pongo por caso, la muerte de un niño que sus travesuras. Recuerdo, también, que los pequeños protagonistas se cansaban de la morosidad y las exigencias laterales del rodaje; y cuando Ana Mariscal inició la toma de la escena en que Daniel, el Mochuelo, deposita un tordo entre las manos muertas de su amigo Germán, el Tiñoso, éste se había dormido profundamente en el ataúd, hecho que impresionó mucho a su madre, allí presente, pero que en punto a naturalidad facilitó extraordinariamente las cosas.

 

Con Retrato de familia, de Giménez-Rico, versión cinematográfica de Mi idolatrado hijo Sisí, la lección tuvo otro carácter. Se trataba de una novela de trescientas cincuenta páginas, lo que equivale a decir seis y ocho veces la extensión de un guión normal, con lo que la poda obligada de toda novela al ser llevada al cine se hacía en este caso extremada. Giménez-Rico resolvió el problema inteligentemente no comprimiendo el argumento, sino limitando el relato al tercero de los tres libros de que la novela consta y apelando, en brevísimos saltos atrás, a los dos primeros cuando le era necesario para definir los tipos. Otra cosa aprendí en Retrato de familia y es que a pesar de que uno pretenda evitar, revisando atentamente el guión, el exceso erótico gratuito, la imagen puede incurrir en él sin traicionar la letra, puesto que la imagen es muda y la cámara se filtra entre las palabras como el sol a través de un cristal. Giménez-Rico, en plena borrachera de liberalización, hizo vivir a los protagonistas las escenas más crudas sin alterar una coma del guión, esto es, sin engañarme. La imagen hablaba, por sí sola, expresivamente, en las pausas de las palabras.

Mis dos últimas experiencias se refieren a La guerra de papá, de Antonio Mercero, tomada de mi novela El príncipe destronado, y Los santos inocentes, sobre la novela del mismo título, dirigida por Mario Camus. La asombrosa lección de Mercero fue servirse de un niño de tres años, Lolo García, y hacerle actuar ante las cámaras sin el menor artificio. La primera vez que Antonio Mercero me habló de convertir en cine ‘El príncipe destronado’, le dije que la dificultad era el niño, que se hacía preciso encontrar un enano con rostro infantil para representar el papel de Quico. «Eso no –me dijo Mercero–. Si logras franquear el mundo del niño, el niño responde». Y, en efecto, Mercero entró en su mundo y le hizo moverse con gracia y espontaneidad, sin que el niño adivinase lo que estaba haciendo, es decir, como por juego. Quico, cuando actuaba ante las cámaras, estaba prolongando su vida ordinaria, los juegos de la habitación inmediata. En el rodaje de La guerra de papá, Lolo García no trabajaba, jugaba. El admirable quehacer de Mercero estribaba en eso: en dar apariencia lúdica a lo que, una vez montado, habría de tener una finalidad muy seria.

Y no deja de ser curioso que Camus, en Extremadura, esté haciendo algo parecido, pero con adultos. También Camus trata de hacerlos jugar, aunque el juego, esta clase de juegos, no forme parte de las actividades normales del hombre. De ahí su dificultad. Porque si difícil es hacer que juegue un niño pareciendo que trabaja, no lo es menos que un adulto trabaje dando la impresión de que juega. Pero Camus lo consigue y Paco Rabal –Azarías– y Alfredo Landa –Paco, el Bajo– se comportan en la película como niños, como «santos inocentes», única manera de crear la atmósfera adecuada para que el tema propuesto funcione, es decir, convenza y conmueva al espectador

Experiencias cinematográficas, artículo aparecido en La Vanguardia, de Barcelona y recogido en Miguel Delibes: Los santos inocentes.

Miguel Delibes

Barcelona, Círculo de Lectores, 1985, pp. 161-175.

Miguel Delibes con la directora, Ana Mariscal, y varios actores. Rodaje de El camino, 1962.

Miguel Delibes con la directora, Ana Mariscal, y varios actores. Rodaje de El camino, 1962.

Antonio Ferrandis, Miguel Bosé y Amparo Soler. Fotograma de Retrato de familia, 1976.

Antonio Ferrandis, Miguel Bosé y Amparo Soler. Fotograma de Retrato de familia, 1976.

Terele Pávez. Fotograma de Los santos inocentes, 1984.

Terele Pávez. Fotograma de Los santos inocentes, 1984.